Veintinueve días son suficientes

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Una mansión de aspecto tenebroso rodeada de niebla. Es de noche y se ve la luna llena. A un lado de la mansión se observa un fantasma y sobre el tejado el rostro del espectro, aunque en ninguno de los dos casos se distinguen ni sus facciones ni su género.
Imagen libre de derechos tomada de pxfuel.com

Un mes llevaba Anaís en su nueva casa. Veintinueve infames noches sin pegar un ojo. Razón había tenido su madre al advertirle que por ese precio de gallina flaca semejante casoplón no podía ser tan paradisíaco; algún defecto debía de esconder. ¡Menudo defecto le había encontrado a la puta mansión! Nada más y nada menos que un habitante tan molesto como un grano en el culo. Apartó la queja de su mente. A las doce menos cinco no iba a distraerse. Esta vez le daría su merecido al cabrón.

Anduvo a tientas con mucho cuidado de no pisar las tablas que crujían. No se lo pondría fácil, no señor. Inspiró hondo. El aroma de las glicinias que dejó en la mesita de centro le sirvió de orientación. Esquivó el sofá y avanzó en zigzag para no tropezarse con la alfombra.

Las campanadas del antiguo reloj rompieron el silencio. El pulso se le aceleró y casi da un bote con taco incluido. Por fortuna ya había alcanzado la cocina. Permaneció agazapada entre la mesa y el gabinete bajo la pila de fregar. Se mordió el labio inferior en cuanto distinguió el par de ojos que brillaban en la oscuridad. «Ni se te ocurra delatarme, Calvin. Como maúlles te quedas sin sardinillas al ajillo».

La temperatura descendió varios centígrados. Anaís contuvo el aliento para impedir que el vaho delatase su presencia. Cogió la asidera de la puerta del gabinete y tiró con lentitud. Elevó una plegaria para que la bisagra no rechinara. Calvin arqueó el lomo y lanzó un zarpazo al vacío en el mismo instante en que la puerta se abría.

Enseguida la cocina se convirtió en un pandemónium. Ágil como un guepardo y armada con un cucharón y una cazuela metálica, Anaís se lanzó al ataque interpretando una cacofonía ensordecedora. El gato chilló y dio un brinco. Tras varios gruñidos amenazantes salió disparado y atravesó la figura transparente que flotaba a varios centímetros del suelo. Los utensilios que permanecían sobre la encimera chocaron contra las baldosas uno tras otro, las puertas y cajones del mobiliario se abrieron y cerraron; los cubiertos quedaron desperdigados y algunos frascos de especias se volvieron añicos.

Anaís reía como posesa a cada golpe del cucharón contra el fondo de la cazuela. A medida que lo veía encogerse indefenso, más fuerte la golpeaba. El espectro temblaba con las manos sobre las orejas incapaz de hacer otra cosa más que fluctuar mientras resistía el inusitado ataque.

—¡¿Te gusta, gilipollas?! —gritó mientras lo atravesaba con el cucharón para luego volver a golpear la cazuela—. ¿creíste que iba a quedarme acojonada?

—¡Deteneos ya, criatura del demonio!

—¡Que pare, dice! Pero tú ¿quién coño te has creído?

—Soy el duque de Ahumada y vos, jovencita, habéis invadido mi mansión.

—Ahumada te voy a dejar esa cabeza transparente que tienes como sigas tocándome las narices. No me gasté mis ahorros para que vengas tú a…

—¡No mintáis, insensata!

—Mira, momia desvendada, más respeto. Yo podré ser muchas cosas, pero mentirosa… eso sí que no te lo acepto. —Anaís salió escopetada de la cocina con el fantasma detrás.

Soltó la cazuela y el cucharón en el sofá. Entró en la biblioteca y encendió la luz; hurgó en el primer cajón del escritorio. Extrajo una carpeta que no tardó en estrellarse contra el teléfono. Después de hojear el contenido, alzó el puño. Con la indignación a flor de piel le puso las escrituras tan cerca de la nariz que el duque bizcó varias veces.

—Al parecer —carraspeó con los ojos fijos en el suelo—, vos tenéis razón en creeros dueña y señora del techo que nos cobija. No me explico cómo es eso posible.

—Muy fácil, capullín. —El duque arrugó el entrecejo y se cruzó de brazos—. La mansión estaba en venta y yo pagué por ella.

Tras la explicación rodeó el escritorio y se sentó.

—Vos necesitáis clases de protocolo. Sois demasiado irreverente, jovencita. —Anaís chasqueó la lengua.

—Cuando las ranas críen pelos y los escarabajos, plumas.

—No os entiendo. Lo que decís es absurdo.

—Da igual. Lo importante es que —dijo e hizo un ademán para invitar al fantasma a sentarse frente a ella—, esta es mi casa ahora; así que, o aprendes a comportarte o sales de aquí zumbando como corcho de sidra asturiana.

—Sigo sin comprenderos, ¿no conocéis el castellano?

La joven entornó los párpados y suspiró.

—Quise decir que tendrás que desaparecer de forma definitiva, o sea, serás desalojado por los siglos de los siglos. ¿ahora sí?

—Ejem… esa opción es imposible. Una maldición me ata a este lugar —reveló y se revolvió en la silla.

—No me extraña. Debiste ser un capullo mientras estuviste vivo.

—¡Semejante ofensa a mi hombría merece una veintena de azotes! —Los libros salieron de la estantería arrojados en todas direcciones.

—Mira, humareda paliducha —espetó y dio un manotazo al escritorio—. He sido demasiado paciente contigo. Si no moderas tu temperamento enfrentarás un exorcismo en cuanto amanezca.

—¿Acaso sois bruja? —El duque la miró boquiabierto; ella esbozó una sonrisa.

—Quizá… —mintió y se frotó las largas uñas con la camiseta del pijama.

—No os atreveríais a despojar a un pobre espectro de su única morada —murmuró con voz trémula.

—Si ese espectro me toca las narices, no me deja dormir y pone patas arriba mi hogar —señaló los libros esparcidos en el suelo—, desde luego que sí.

—Muy bien —dijo el duque y los libros regresaron a la estantería—. Os podéis considerar vencedora de esta desigual pugna. Solo os pediría un humilde favor.

—¿Qué será?

—Debéis otorgarme una licencia para espantar a la visita. No os podéis olvidar de que soy un fantasma. Además, me resultaría indecoroso habitar vuestro hogar sin retribuiros por la amabilidad que demostráis al evitar que me convierta en un desposeído.

—Muy bien —aceptó con los ojos chispeantes—. Pero solo a quien yo te autorice.

—Así sea.

Al alba, la señora Esteban, ama de llaves del antiguo propietario y reticente a darse por enterada de que Anaís la había despedido el primer día, experimentaba el susto de su vida.

Esta historia fue escrita durante mi permanencia en la comunidad surcaletras de Adella Brac y corresponde al #Reto36. La premisa era darle a una cazuela un uso distinto al que tiene de forma convencional. Espero os guste.

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Comentarios

Una respuesta a «Veintinueve días son suficientes»

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